-¡Oiga joven! ¡Joven! -gritó.
El zoológico estaba oscuro, el semblante de los animales
también. Yo solo deambulaba por ahí, contemplando sus rostros y sus cuerpos.
Ellos me miraban, me jalaban, me atraían a ellos con esos ojos que a esa hora
yo los veía de un rojo refulgente.
Lo único que brillaba a esa hora era sus ojos, y sus
colmillos. Estaba incómodo, era evidente. Pero yo seguí caminando, como todo
niño bueno que va a una excursión. Esta era inusual, era nocturna, pero ¿Por
qué?
Pasaba por los reptiles, por las aves, por la minigranja,
por los anfibios, recorría por todas
partes de la estancia. Estaba solo, pero a la vez no.
No sentía miedo al principio, mi valentía de machazo no me
permitía sentirlo. Poco a poco la estancia comenzó a tornarse más fría y el
metabolismo de mi cuerpo reaccionó ante tal cambio, pero yo ni me inmuté. Seguí
adelante por el estrecho sendero que dividía las jaulas.
Seguía caminando, ya ni sabía por qué, solo caminaba, ya ni
miraba. De pronto sentí un cosquilleo entre los pies y de pronto casi me
derrumbo en el suelo. La serpiente africana me rozó sin hacerme nada. Pero
seguí caminando, volteé la esquina y quedé atónito, un ave voló casi a la
altura de mi cabeza, sus ojos rojos me asustaron, sus garras rozaron mis
ondulados cabellos, me dio la impresión de que se trataba de un águila, o un
halcón. Pero seguí adelante. No me impacienté, no paré. No me asusté, no me
retiré, no caí en la locura.
Después de haber dado una sombría pero tranquila primera
vuelta al lugar, la segunda me pareció tenebrosa, pero soportable, el reptil no
me hizo nada, mis cabellos seguían intactos a pesar del leve impacto del ave.
Claro, yo soy un machazo que se respeta pues, no me inmuto con nada.
Lo que se viene, es lo mejor.
Volteé para la zona de los felinos, y me encontré con tres
leones, dos tigres, dos jaguares y cinco linces devorándose a los jóvenes que
como yo, habían osado adentrarse en sus aposentos.
-Mierda, ¿por qué chucha no están enjaulados? ¡La puta
madre!
En eso, cuando di tres pasos para atrás sin dejar de mirar a
los verdugos sentí como la melena del león más grande rozó mi espalda. Pero yo,
todo machazo, volteé a verlo. Retrocedí sin quitarle la mirada, y de pronto,
abriendo sus inmensas fauces se me abalanzó, produciendo un rugido ultra
sonoro, enseñándome que el machazo, definitivamente no era yo.
El sudor surgió de inmediato, el león me iba a comer carajo,
me iba a morir. Pero no.
- ¡Oiga joven! ¡Joven! – gritó.
La anciana me gritaba, demandándome que me levante y le ceda
el asiento, enseñándome sus “inmensas fauces” y demostrándome que yo, un hincha
de la Trinchera Norte, que se aproximaba en el micro al Monumental, no era un
machazo, y además, que tenía que lavar
mi calzoncillo y mis pantalones.
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