El ambiente de la habitación era tétrico. La vestimenta del escritor también lo era. De hecho, su camisa era gris y su pantalón y zapatos eran negros. Él era un hombre solitario (irónicamente por supuesto). La mitad del día se la pasaba escribiendo historias frente a
su ordenador hasta que se paraba con la clásica frase de “y así comenzó el final”.
La otra mitad del día, era señores, la parte buena.
Como él vivía solo y no tenía a
quién comunicarle que saldría, ni a quién incomodar por las altas horas de
llegada, su vida nocturna era casi un ritual. No nos equivocamos al calificarlo como bohemio.
Salía casi siempre a la Calle de
las Pizzas, a un bar, o una discoteca. No era de salir con amigos. Era, por el
contrario, de sentarse solo en la barra hasta estar listo para cazar. No le
gustaba eso de conocer y ligar a chicas mediante amigos. Él era directo, si le
interesaba, la seducía con sus dotes de poeta y su sutil atractivo. Así, la
presa se aproximaba sin mayores dificultades.
Conversaban hasta altas horas de
la noche, reían, cantaban, bailaban (al escritor no le gustaba bailar, no era una de sus
habilidades, por eso lo evitaba hasta que la chica tomase la iniciativa).
Cuando ya se acercaba el alba, más o menos a las 4 o 5 de la mañana, el
escritor venía con su típica frase.
-No te parece que este ambiente
es un poco público, –le decìa con voz de seductor y sonrisa maliciosa- creo que más cómoda te
sentirías en mi casa, ¿O me equivoco?
La mujer, sin pensarlo dos veces respondió lo que sólo alguien dopada por los deseos más intensos respondería.
La mujer, sin pensarlo dos veces respondió lo que sólo alguien dopada por los deseos más intensos respondería.
-No, no te equivocas, de hecho, necesito privacidad –le dijo la chica con tono de excitación.
Caminaron tan solo lo que restaba
de la Calle de las Pizzas y una cuadra y media más. La mujer estaba ansiosa,
desesperada, intranquila. El escritor simplemente caminaba, sosteniendo su risa
maliciosa y su caminar rítmico, cual robot.
Cuando llegaron a la casa, el
escritor le invitó a dejar su abrigo en la sala de estar. Acto seguido, la mujer invadida
por los deseos sexuales se abalanzó sobre él. Llegaron a la habitación del
escritor, siempre lúgubre, con el ordenador frente a la cama y un cuaderno de
apuntes personales.
El acto fue glorioso, espectacular. La
mujer estaba extasiada; el escritor, ansioso aguardando el momento indicado.
Pasaron las horas y el
sol se aproximaba agresivamente. El escritor se encontraba en su ordenador,
escribiendo, con el cadáver inerte de la mujer yaciendo aún en la cama que ya
se tornaba de un color rojo cardenal.De pronto, el escritor se paró, la
cogió de las axilas y la levantó hacia la habitación contigua, donde se
encontraban los otros cadáveres. La dejó y regresó a su ordenador.
-…y así comenzó el final –dijo el
escritor, a la vez que escribía incesantemente en su tan preciado ordenador.
Las horas pasaron, el escritor
solo reposaba, y leía su historia del día, riéndose incansable y perversamente.
De pronto, más o menos a las 8 de
la noche sonó su celular. La presa se regaló al cazador como carnada.
-Oh, hola Carmen… sí, no hay
problema… ya, genial entonces…
El escritor agarró su abrigo, sus lentes que lo hacìan verse como un hipster, cerró su habitación, dio una última mirada a la habitación contigua, plagada de cadáveres. Se aproximó a la puerta de entrada, tomó sus llaves, metió el puñal en su bolsillo y así comenzó el final.

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