El malecón de Barranco siempre
era un buen lugar para correr. Más aún para Andrea, una exitosísima empresaria,
dueña de la compañía más grande de cervezas del Perú.
Andrea llevaba una vida bastante complicada,
no obstante muy común en los grandes empresarios, lo bueno es que ella era
hiperactiva. Ni bien llegaba de su jornada laboral, se ponía su conjunto
deportivo de NIKE y salía cual bala de cañón. Su departamento se situaba a la
altura del Chipoco. Ella recorría desde ahí hasta el parque de Barranco ida y
vuelta. No era una mala mujer. No era despilfarradora, ni vanidosa. No era
soberbia ni mentirosa. Era más bien una buena persona, inteligente, previsoramente
astuta, talentosa, honrada, pero lo más importante, exitosa. Por eso más de una
persona la quería muerta. Les jodía el negocio, no había punto de comparación
entre su empresa y el resto de cerveceras.
Ella no se daba por aludida y
seguía su vida.
Ese viernes y el fin de esa
semana tan complicada por fin llegaron. Andrea sacó su conjunto y se dispuso a
salir de casa. Era más o menos las cinco y media de la tarde. El viento corría
tan fuerte que la flácida mujer casi ni podía correr.
Francisco yacía en su cama. Sabía
lo que iba a pasar. Su corazón se aceleraba cada vez más, no podía controlar
las pulsaciones, hasta que por fin se paró. Como si fuese un reflejo se dirigió
al piano y lo abrió. Los nervios le
recorrían todo su ser, la necesidad de tocar a Beethoven era impostergable e
inmediata. Sacó de sus partituras la de la “Sonata Patética” y la acomodó en el
atril. El sudor empezó a descender por su frente, las lágrimas por sus
mejillas.
Andrea corría por el malecón,
con sus audífonos y su infaltable Ipod escuchando electrónica para mantener el
ritmo. Cuando se hallaba más o menos a la altura de Saenz Peña todo se volvió
más frío y el inexplicable miedo la invadió.
Como si fuera un martillo,
clavó sus manos en el piano, produciendo un rotundo y duradero do menor. Era el
comienzo del fin. La secuencia de notas era terrorífica. Francisco empezó a
sudar más, su espalda estaba empapada.
Andrea se fue deteniendo,
previendo la situación con la intuición característica de las mujeres. De la
parte trasera del arbusto colindante con la vereda salió un hombre enmascarado
de contextura gruesa y talla mediana.
El sol mayor fue hipócrita,
seguido por un rotundo fa sostenido menor. El pianista estaba líbido. Sin
embargo, siguió tocando, como si fuese indispensable. Su corazón simulaba ser
el de un ratón.
-Hola Andrea –dijo con tono
burlón y altanero.
-¿Quién eres y qué quieres de
mí? –chilló la empresaria, invadida por el pánico
-Pasaba por aquí para decirte
que el éxito y la fama son el peor castigo del hombre. –declaró el hombre firme
a su enunciado – Ah, y por cierto, voltea. ¡Que tengas suerte en tu próxima
vida!
Los acordes iban y venían, la
velocidad de las notas y de su corazón era cada vez mayor. La crudeza de la
sonata lo empeoraba todo. El pianista no resistió y cayó desplomado al suelo,
aún sudoroso y con el mismo semblante tétrico. La velocidad se detuvo con el
acorde decisivo.
Su verdugo estaba dos pasos
atrás de ella, con un revolver apuntándole en el cráneo. Jaló el gatillo y todo
oscureció. La sangre recorrió todo su cuerpo. ¿Testigos? No había.

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