jueves, 30 de mayo de 2013

Aurora crepuscular

Siete años a la mierda.
Cuando Julio se encontraba en los inicios de sus veinticuatro años toda su vida había cambiado. Las metas, los objetivos, la manera de ver al mundo, de pensar, de ser. Todo por el fallecimiento de quién sería la protagonista de su etapa adolescente, joven y adulta, Carol.
Tras siete largos y casi perfectos años de relación, Carol murió víctima de un accidente de tránsito. Julio evidentemente estaba destrozado, pero más que destrozado, ajeno cada vez más a la vida. Carol se había ido, el amor de su vida, su misma vida, su muy próxima esposa, su plan de vida, su acompañante eterna se fue a la mierda, en
un abrir y cerrar de ojos, tan injustamente.
No obstante, este enajenamiento de la vida no sería tan largo. Julio comenzaría a salir con sus brothers, quienes lo ayudarían a olvidar progresivamente los sucesos lamentables.
Al año y medio del deceso de Carol, Julio conocería a Aurora en una feria de libros (que a estas alturas no explicaré cómo se dio ni por qué). Julio empezó a salir al atardecer ya que en las mañanas algo que hacer. La tentación que caracteriza sobre todo a un hombre hizo que este no tarde mucho en enamorarse. Y a su vez, no tardó en decepcionarse también.
Los encuentros con Aurora siempre eran en una playa, ya que Julio, un excelente escritor y encontraba la casi-perfección de sus relatos en el silencio y pacifismo de este lugar. De hecho, se podría hasta decir que su centro de labores era ese lugar.
Se veían cada crepúsculo, se sentaban y conversaban, se besaban cuando la situación lo ameritaba, y se iban, secuencialmente, conociendo cada vez más.
No obstante, la rutina se cortó un día, luego dos, tres y cuatro, tal vez cinco o seis días. Julio entró en una crisis existencial “Ya me dejó esta perra, ya me dejó, se fue con otro, ¡Perra!, ¡Perra!  
La única representación de vida del lugar eran él y un hombre atractivo, que se echaba a mirar la próxima puesta del sol y reflexionar aparentemente.
Cuando la crisis existencial y emocional de Julio se hacía cada vez más grande, y este renegaba a la vida, estando, como de costumbre en la playa, y también como de costumbre a no más de cuatro metros del sujeto extraño de siempre, se le aproxima un perro y se le pega al cuerpo, acariciándolo con sus enormes y peludas fauces. Julio, quien se hallaba en una ira interna y profunda solo atinó a decir “¡Sal, perro de mierda, sal carajo!”, y el perro asustado, corrió donde el otro hombre, quién, en contraste con Julio, le extendió el brazo, y le empezó a hacer cariño y corretear con él, riéndose hasta no parar.

Pasaron tres días más, y el perro volvía, Julio seguía repeliéndolo, y el joven seguía jugando con el perro. Julio cada vez más era la representación de la muerte (en todos los sentidos) en vida.
Al cuarto día, cuando el escritor llega a la playa, se encuentra con el chico, abrazado de Aurora. Quedó atónito, e irrumpió contra los dos marcando los pasos fuertemente, frunciendo el ceño y gritando.
-¿Qué haces con este hombre abrazada, Aurora? ¿Por qué no me buscaste nunca? ¿Cómo me puedes hacer esto a mí que tanto te quise?

-Julio, te busqué más veces de lo necesario. Te busqué porque quería que reflexionaras sobre lo que habías dicho. Tú me nombraste perra, y bueno pues, en eso me convertí, en una perra. Yo lo único que hice fue buscarte, tratar de hacer que reflexiones,  ¿y que gané? Que me trates como una cualquiera, como si por ser perra fuera menos que tú. Pero en fin, las lecciones se aprenden, “Lo esencial es invisible a los ojos” –y sin dar más explicaciones se retiró tomada de la mano con el chico, que si la supo valorar, en todas sus condiciones, en todas sus formas, y nunca la despreció por su forma física, porque al fin y al cabo, eso importa un carajo. Amor, valoración, apreciación y respeto es aquello que es esencial, que es invisible para los ojos.

Y Julio pensó "putamadre, que huevón" e increiblemente, esta decepción amorosa, no fue trágica (al menos no para Julio), pues aprendió a valorar el amor, y a encontrarlo posteriormente, pero eso, a nosotros ya no nos incumbe.

lunes, 27 de mayo de 2013

La habitación contigua

El ambiente de la habitación era tétrico. La vestimenta del escritor también lo era. De hecho, su camisa era gris y su pantalón y zapatos eran negros. Él era un hombre solitario (irónicamente por supuesto). La mitad del día se la pasaba escribiendo historias frente a su ordenador hasta que se paraba con la clásica frase de “y así comenzó el final”. La otra mitad del día, era señores, la parte buena.

Como él vivía solo y no tenía a quién comunicarle que saldría, ni a quién incomodar por las altas horas de llegada, su vida nocturna era casi un ritual. No nos equivocamos al calificarlo como bohemio.

Salía casi siempre a la Calle de las Pizzas, a un bar, o una discoteca. No era de salir con amigos. Era, por el contrario, de sentarse solo en la barra hasta estar listo para cazar. No le gustaba eso de conocer y ligar a chicas mediante amigos. Él era directo, si le interesaba, la seducía con sus dotes de poeta y su sutil atractivo. Así, la presa se aproximaba sin mayores dificultades.

Conversaban hasta altas horas de la noche, reían, cantaban, bailaban (al escritor no le gustaba bailar, no era una de sus habilidades, por eso lo evitaba hasta que la chica tomase la iniciativa). Cuando ya se acercaba el alba, más o menos a las 4 o 5 de la mañana, el escritor venía con su típica frase.

-No te parece que este ambiente es un poco público, –le decìa con voz de seductor y sonrisa maliciosa- creo que más cómoda te sentirías en mi casa, ¿O me equivoco?

La mujer, sin pensarlo dos veces respondió lo que sólo alguien dopada por los deseos más intensos respondería.

-No, no te equivocas, de hecho, necesito privacidad –le dijo la chica con tono de excitación.

Caminaron tan solo lo que restaba de la Calle de las Pizzas y una cuadra y media más. La mujer estaba ansiosa, desesperada, intranquila. El escritor simplemente caminaba, sosteniendo su risa maliciosa y su caminar rítmico, cual robot.

Cuando llegaron a la casa, el escritor le invitó a dejar su abrigo en la sala de estar. Acto seguido, la mujer invadida por los deseos sexuales se abalanzó sobre él. Llegaron a la habitación del escritor, siempre lúgubre, con el ordenador frente a la cama y un cuaderno de apuntes personales.

El acto fue glorioso, espectacular. La mujer estaba extasiada; el escritor, ansioso aguardando el momento indicado. 

Pasaron las horas y el sol se aproximaba agresivamente. El escritor se encontraba en su ordenador, escribiendo, con el cadáver inerte de la mujer yaciendo aún en la cama que ya se tornaba de un color rojo cardenal.De pronto, el escritor se paró, la cogió de las axilas y la levantó hacia la habitación contigua, donde se encontraban los otros cadáveres. La dejó y regresó a su ordenador.


-…y así comenzó el final –dijo el escritor, a la vez que escribía incesantemente en su tan preciado ordenador.

Las horas pasaron, el escritor solo reposaba, y leía su historia del día, riéndose incansable y perversamente.
De pronto, más o menos a las 8 de la noche sonó su celular. La presa se regaló al cazador como carnada.

-Oh, hola Carmen… sí, no hay problema… ya, genial entonces…

El escritor agarró su abrigo, sus lentes que lo hacìan verse como un hipster, cerró su habitación, dio una última mirada a la habitación contigua, plagada de cadáveres. Se aproximó a la puerta de entrada, tomó sus llaves, metió el puñal en su bolsillo y así comenzó el final.




Asesinato in C minor

El malecón de Barranco siempre era un buen lugar para correr. Más aún para Andrea, una exitosísima empresaria, dueña de la compañía más grande de cervezas del Perú.

 Andrea llevaba una vida bastante complicada, no obstante muy común en los grandes empresarios, lo bueno es que ella era hiperactiva. Ni bien llegaba de su jornada laboral, se ponía su conjunto deportivo de NIKE y salía cual bala de cañón. Su departamento se situaba a la altura del Chipoco. Ella recorría desde ahí hasta el parque de Barranco ida y vuelta. No era una mala mujer. No era despilfarradora, ni vanidosa. No era soberbia ni mentirosa. Era más bien una buena persona, inteligente, previsoramente astuta, talentosa, honrada, pero lo más importante, exitosa. Por eso más de una persona la quería muerta. Les jodía el negocio, no había punto de comparación entre su empresa y el resto de cerveceras.

Ella no se daba por aludida y seguía su vida.

Ese viernes y el fin de esa semana tan complicada por fin llegaron. Andrea sacó su conjunto y se dispuso a salir de casa. Era más o menos las cinco y media de la tarde. El viento corría tan fuerte que la flácida mujer casi ni podía correr.

Francisco yacía en su cama. Sabía lo que iba a pasar. Su corazón se aceleraba cada vez más, no podía controlar las pulsaciones, hasta que por fin se paró. Como si fuese un reflejo se dirigió al piano y lo abrió.  Los nervios le recorrían todo su ser, la necesidad de tocar a Beethoven era impostergable e inmediata. Sacó de sus partituras la de la “Sonata Patética” y la acomodó en el atril. El sudor empezó a descender por su frente, las lágrimas por sus mejillas.

Andrea corría por el malecón, con sus audífonos y su infaltable Ipod escuchando electrónica para mantener el ritmo. Cuando se hallaba más o menos a la altura de Saenz Peña todo se volvió más frío y el inexplicable miedo la invadió.

Como si fuera un martillo, clavó sus manos en el piano, produciendo un rotundo y duradero do menor. Era el comienzo del fin. La secuencia de notas era terrorífica. Francisco empezó a sudar más, su espalda estaba empapada.

Andrea se fue deteniendo, previendo la situación con la intuición característica de las mujeres. De la parte trasera del arbusto colindante con la vereda salió un hombre enmascarado de contextura gruesa y talla mediana.

El sol mayor fue hipócrita, seguido por un rotundo fa sostenido menor. El pianista estaba líbido. Sin embargo, siguió tocando, como si fuese indispensable. Su corazón simulaba ser el de un ratón.

-Hola Andrea –dijo con tono burlón y altanero.

-¿Quién eres y qué quieres de mí? –chilló la empresaria, invadida por el pánico

-Pasaba por aquí para decirte que el éxito y la fama son el peor castigo del hombre. –declaró el hombre firme a su enunciado – Ah, y por cierto, voltea. ¡Que tengas suerte en tu próxima vida!

Los acordes iban y venían, la velocidad de las notas y de su corazón era cada vez mayor. La crudeza de la sonata lo empeoraba todo. El pianista no resistió y cayó desplomado al suelo, aún sudoroso y con el mismo semblante tétrico. La velocidad se detuvo con el acorde decisivo.


Su verdugo estaba dos pasos atrás de ella, con un revolver apuntándole en el cráneo. Jaló el gatillo y todo oscureció. La sangre recorrió todo su cuerpo. ¿Testigos? No había.