jueves, 30 de abril de 2015

Espejito, espejito

Mi comienzo fue literalmente negro. Recuerdo que no podía ver nada. Tenía la sensación de ser parte de un mundo aún no creado, todavía sin color ni vida, porque no veía, no olía, no escuchaba ni sentía nada. Estaba sumergido en la nada. No había un solo rastro de existencia en mi entorno. De lo único que estaba seguro era que yo existía, porque el pensamiento y la incertidumbre de mi existencia y la de mi entorno brotaban de mí mismo. Por ello, definitivamente yo era algo o alguien, un ser que piensa y reflexiona sobre su existencia. Un ser sumergido en la nada.

Poco a poco pude ir contemplando manchas y fui escuchando ciertos sonidos. Algunas veces sentía un conjunto de sonidos melodiosos, acompañados de una gran manchita que me acariciaba el cuerpecito. Siempre me gustó ese momento y me gustaba la sensación que me embargaba antes que todo esto sucediera, que me preparaba para mi éxtasis. Sentí como si todo este tiempo hubiera durado una vida. Lo cierto es que no fueron ni dos meses.

Mi primer recuerdo de algo que vi completamente bien se sitúa antes de que cumpla un año. Para serles honesto, no recuerdo con exactitud en qué mes y mucho menos en qué día tuve esta experiencia. Lo único honesto que puedo decirles es que vi a mi mamá cargándome frente al espejo y me vi, aunque no me reconocí (¡Era un bebito pues!). Este acto de verme al espejo se repetía a cada rato. Hoy entiendo que por lo menos me veía al espejo unas diez o quince veces por día. Hoy entiendo que mi mamá era muy amiga de los espejos y de su apariencia personal y que indirectamente quería pasarme esa fiel amistad.

Cuando mi nivel cognoscitivo se desarrolló adecuadamente, logré comprender que me había vuelto adicto a los espejos. Mi mamá siempre me decía que antes de salir al colegio, antes de ir a almorzar, antes de ir a visitar a los abuelos, después de jugar, después de hacer mis necesidades personales, antes de ir a sentarme a la mesa para cenar, después de lavarme los dientes y antes de dormir, tenía que revisar mi apariencia en el espejo. La verdad es que me pasaba por lo menos 12 horas diarias frente a este, porque buscaba una perfección que en mi imperfección inherente como ser humano que soy se me hacía imposible de lograr y suponía mi principal martirio existencial.

Mi mamá era exactamente igual, como no tenía nada que hacer en casa porque no trabajaba y había contratado una empleada para que se encargue de las labores cotidianas, pasaba todo el día frente al espejo, excepto cuando llegaba mi papá en la noche y bajaba a saludarlo. Hasta cuando me contaba el cuento antes de dormir mirábamos ambos el espejo, para que lo que imaginábamos respecto al cuento se reproduzca a través de una imagen de nuestra apariencia personal. Mi papá no soportaba esto, pero por el poco tiempo que me veía y lo cansado que estaba, lo dejaba pasar y se unía a nosotros por un rato, hasta que se hartaba y volvía a su normalidad.

Esto se volvió una patología cuando empecé el colegio y estaba lejos de casa. Mi mamá me compró un espejito pequeño para que me viera en la carpeta por ratos, si era posible todo el día. Como ya había acostumbrado a verme en el espejo todo el tiempo, supe desarrollar la capacidad de ejercer dos actividades paralelas, siempre y cuando una de estas sea verme al espejo. Es así que podía leer y verme al espejo de reojo; podía escribir y por ratos zafar mi mirada, chequearme y luego continuar; podía estudiar viéndome al espejo, de hecho así mi capacidad de retención aumentaba, al relacionar todo lo que iba aprendiendo con la propia proyección de mi ser, por lo que esta convergencia de actividades paralelas no supuso una dificultad para mi aprendizaje y mi desempeño escolar. Así pues, si bien resultó ser un fastidio para todos y cada uno de mis profesores en un comienzo, después les resulto llevadero y posteriormente patéticamente convencional.

Los días pasaban cual estrella fugaz, siempre frente al espejo, incluso hasta cuando me bañaba (esto es curioso y preocupante porque esta colocación del espejo en la bañera fue producto de un ataque de pánico que tuve hace unos días que hizo que se me eleve la presión arterial por no verme más de veinticinco minutos en el espejo). Lo más triste es que a pesar de que ya tenía quince años a cuestas, sentía que tenía dos o tres y que todavía dependía de ese estúpido accesorio. Es triste porque lo usaba como mi amuleto para dormir, así pues, si tenía una pesadilla, o me despertaba repentinamente por un sonido extraño, me calmaba contemplándome en el espejo y acomodándome los cabellos rebeldes que siempre me acompañaban.

Tuve que postular cuatro veces a la universidad para poder ingresar. Siempre me tachaban el examen porque creían que cuando veía mi espejo era para plagiar. Lo cierto es que si no lo hacía simplemente entraba en una crisis que se adueñaba de mí y ergo de mi capacidad para resolver el examen a través de la lógica y el razonamiento. Recién a la cuarta la hice, porque me senté en un asiento que estaba al costado de un espejo de un metro veinte por un metro diez que calzaba perfecto con mi rostro. 

En la universidad no tuve problema, estudié Ingeniería Industrial sin dificultades. Mis profesores fueron condescendientes conmigo y me permitieron usar un espejo o en su defecto, luchaban por apoderarse de un aula con algún espejo. Lo triste es que ya no sentía los días como tales, sino como microsegundos que pasaban más rápido que la velocidad de la luz. Sentía que desperdiciaba mi día viéndome al espejo y que no vivía nada de nada, que más vivía cuando pensaba y dudaba de mi existencia cuando recién iba a nacer y cuando nací y no había desarrollado aún la vista.

A pesar de esta reflexión empedernida en mis pensamientos, me dejé llevar por los espejos y como consecuencia de esto, cree una empresa de espejos y me autoproclamé como el gerente general de la misma.

Tenía setenta y cinco cuando decidí retirarme de la empresa, muerto de la pena, porque recién reparé a consciencia que había pasado la vida entera viéndome al espejo sin vivir plenamente. Nunca cambié de vida (si es que se puede decir que tuve una), nunca salí a pasear a la ciudad, nunca probé tener una esposa,  nunca tuve hijos, nunca me compré una casa propia, ni mucho menos viajé al exterior, nunca tuve verdaderas amistades más que los colegas del trabajo que me soportaban (y no precisamente me querían). Mi mundo era yo, o a la larga la imagen que se proyectaba de mi físico en el espejo. Nunca fui algo sólido, algo concreto, siempre fui mi apariencia, solo eso.

Cuando ya no podía movilizarme mucho pedí que se me pusiera un espejo frente a mi cama y otro que se desprenda de las asas de mi silla de ruedas. Estaba traumado y obnubilado por esta irrealidad de lo que yo supuestamente era.

Hoy fui al doctor y me diagnosticó un alzhéimer degenerativo. Hoy sentí que no había sentido nada en toda mi vida. Mis padres habían muerto hace ya treinta y cinco años o más, o menos. La verdad es que me da vergüenza decir que no recuerdo cuándo fue, lo que sí sé, y lo digo en mi faceta de iracundo, es que detesto este maldito objeto que me hizo un muerto en vida; que me llevó a desperdiciar los momentos con el maravilloso padre que tuve y que me llevó a obviar a mi madre y sus crisis nerviosas que se produjeron por su ceguera, que le impedía verse al espejo; que me hizo olvidar a mi hermano mayor a quien a pesar de que se le implantó los espejos desde bebe, nunca los tomó muy en serio y vivió su vida al cien por ciento y hoy tiene una familia, trabaja en París y es el padre de mi sobrino que es además mi ahijado, a quien tanto quiero y a quien, a estas alturas del partido, es al único al que espero cada año que bondadosamente decide visitarme.

Hoy en la noche he empezado a escribir estas líneas, en aras de que mis sobrinos, sobrinos-nietos, primos y mi ahijado específicamente, aprendan de esta experiencia personal que indirectamente se manifiesta en otras personas aunque  de manera más light. Espero poder terminar esto como quiero, antes de que el alzhéimer me invada y haga que me olvide de terminar de escribir mi historia, o si quiera de contarle a alguien que la estoy escribiendo para que la vaya leyendo, la reflexione y en un futuro la reproduzca al resto de personas que sufren este padecimiento degenerativo. Quiero no olvidarme de recordar esta amargura que me ocasiona los malditos espejos, porque quiero aprender y enseñar, aunque sea para decir que algo viví.

Lo cierto es que ya tengo más de ochenta años pero siento que tengo diez, o tal vez menos. Hoy me arrepiento tanto de haber existido pero no vivido. ¡Qué dolor tan fuerte es este que me acongoja!
Lo siento amigos, pero para terminar esto siento que debo ir un segundo a verme al espejo, antes de que el Alzheimer me haga olvidarme de este corrompedor pero extático placer.

 Arrivederci!




No, ese no es el fin de la historia. Por suerte fui a visitar a mi padrino y encontré esto frente a su escritorio que se hallaba en la parte trasera de la casa que sus padres le habían dejado a él y a su hermano que es mi papá (aunque mi padre y yo vivíamos en París y nunca tuvimos la necesidad de reclamar la herencia compartida de este inmueble).

Evidentemente no fue un segundo el tiempo que mi padrino pasó frente al espejo, fueron, seguramente unas quince horas, o quince días o quién sabe cuánto tiempo. Lo cierto es que cuando llegué lo vi ahí. Ahora entiendo que fue en ese preciso y larguísimo lapsus en el cual mi padrino deposito todos los recuerdos de su no vida en esa proyección de lo que él aparentaba ser y no de lo que era en realidad.

La vida de mi padrino dejó de ser un proceso progresivo, largo, continuo y cíclico cuando este pudo verse a su no yo frente al espejo y comenzar su no vida. La vida de mi padrino se convirtió a lo que él supuestamente era en base a cómo se veía y no en base a lo que era según su alma, corazón y pensamiento. Lo único que puedo desprender de lo escrito por mi padrino es que él vivió solo cuando pensó y dudo de su existencia, cuando no podía ver nada más que un todo negro que según él había durado muchísimo tiempo, en resumidas cuentas, cuando todavía era un bebé.

 Por otra parte, también entendí que para mi padrino todo pasaba tan abruptamente porque simplemente lo esencial que compone la vida de un hombre no lo tenía, por lo que solo quedaban los restos, lo sobrante en la vida del hombre, que es su apariencia. Así cualquiera vive en un microsegundo, y no vive la vida tal cual. Solo existe, ocupando un lugar en el espacio.

Habiéndome apoderado de la parte decisiva del cuento o de la experiencia de mi padrino (o como quieran llamarlo), habiendo hecho unas cuantas reflexiones en torno a todo lo escrito en los acápites precedentes, soy yo quien le pone punto aparte a esta historia, porque el punto final lo pones tú lector, cuando te veas frente al espejo y te des cuenta que no ves nada. No ves nada porque todo lo verdaderamente tuyo se encuentra dentro de ti, suspendido en tus pensamientos, sentimientos y acciones.



Au revoir mes amis!




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